Oct 11
Golero de Peligro
Cuento
Primero, él era el dueño de la pelota, una guinda Cubilla número 5 resplandeciente, aunque su sueño era la que permanecía exhibida e inatajable en la vidriera de la ferretería del barrio: era igual a una de cuero, pero forrada de goma. Ideal para cuando se formaban charcos en la canchita y el barro convocaba a un partido jabonoso e inolvidable.
Segundo, no jugaba bien al fútbol pese a que ponía todo su instinto deportivo y sostenía que había perdido su magia luego de haber estado en cama quince días a causa de una congestión.
Y tercero, nadie quería jugar de arquero. Él creía que jugar de arquero era un dilema trágico.
Si su equipo jugaba muy bien significaba que era posible que ni tocara la pelota y se fuera limpito, con las rodillas sanas y con los guantes de Mazurkiewich sin rastro de pasto ni tierra a la vista.
Si su cuadro jugaba mal seguro lo clavaban como zapato de barrio veinte veces y le hacían sentir que el partido lo perdió él.
Se veía a merced de pasiones encontradas: no quería que lo fusilaran pero tampoco quería estar sin participar totalmente del encuentro deportivo.
¿Ser o no ser?
Guardameta, guardavalla, goalkeeper, portero y las más comunes: arquero o golero.
Estas dos últimas con una sutil diferencia de conceptos: arquero es el que cuida el arco, golero es el que cuida el gol.
En los partidos de a pocos, armaban un arco más chico con un par de piedras o palos. Y ahí no había golero oficial y emanaba la presencia soberana del golero de peligro, que podía discurrir libre por el campo pero tenía la tarea de cuidar el arco del botín enemigo.
Además, se sabía que los goleros nunca son figuras. Allá adelante se hacen goles y todos se abrazan y vitorean, se puede saltar arquetípicamente con un pataleo previo elevando el puño al cielo, y atrás se puede marcar parado al figurita del equipo contrario y quedar bien conceptuado.
Como remate y muerte súbita está el tema del penal. La pena máxima. Patíbulo para uno. El dolor por excelencia. Un examen en pleno febrero. Por lo general, culpa de la barrida de un defensa o la mano boba de algún desesperado, el golero termina frente a frente con la responsabilidad de atajarlo o mejor dicho interceptar azarosamente el recorrido inevitable del balón. Casualidad pura.
El collage de consejos era múltiple: Miralo a los ojos; amagale; si te amaga para un lado tirate para el otro, y más. A once pasos y atento como araña que protege la red; ¿qué posibilidad hay de frenar ese meteorito?
Estaban los pateadores de penal de estilo brasilero: a colocar y suavecito, en contra del orgullo propio que se desparrama con honor. Y luego los que pateaban como les enseñó el padre: sin piedad y a reventar, para que no hayan dudas. Ahí lo único que restaba hacer era cerrar los ojos y taparse la cara.
Más que arquero se sentía del lado opuesto, blanco fácil con la manzana en la cabeza esperando el flechazo fatal. Claro que si lo atajaba, sería un héroe. Pero prefería no pasar por esa experiencia traumática porque no había kinesiólogo para el amor propio.
Más o menos esos eran los acontecimientos que lo habían llevado a ser el golero del cuadro y porque era peor no estar que estar ahí, adolescente entregado en un metro cincuenta de estatura.
Y porque en la platea estaría Liliana, flacucha chica de ojos claros que siempre le había provocado un no-sé-qué en la panza y que no era precisamente hambre.
Sabía que las chicas no eran aficionadas al fútbol pero esta era una ocasión especial. Se trataba del honor de la cuadra y era de lo único que se hablaba en el barrio. También se trataba de una posibilidad en sesenta minutos de ingresar a la historia deportiva de los grandes.
Y si ella estaba presente, mejor. Sería la musa inspiradora de su hazaña futbolera.
El campeonato lo había organizado Rodríguez, un veterano corpulento, pelo chato sobre pelada, bigote ralo y guayabera perenne. Tenía varios hijos, dos varones y dos gemelas que todos decían que eran lindas pero para él tenían cara de payaso cansado.
Rodríguez era presidente del club infantil del barrio por lo cual era un referente entre la chiquilinada.
Se habían anotado varios cuadros y todos ansiaban la copa dorada que esperaba en una vitrina en casa del organizador que hábilmente te mostraba cuando ibas a pagar la inscripción.
El nombre del cuadro era “El Rayo”, elegido unánimemente porque representaba el gambeteo veloz y la velocidad que tomaba la pelota en sus pies alados. O tal vez por la patada eléctrica, cuando ya no había fantasía que valiera.
Según el fixture, un pizarrón con faltas de ortografía, debutaban un sábado por la tarde contra sus archienemigos eternos rivales “La Mota”. Nadie sabía porqué se habían puesto ese nombre, aunque varios tenían el pelo crespo y daba para sospechar de dónde provenía la inspiración.
Los de “La Mota” eran bravos y medio salvajes. Entre ellos se destacaban El Pata, un grandulón y puntero furioso que calzaba como cuarenta y tres y El Torito, golero de rodilla en alto que se había ganado su apodo a pura testa porque una vez le cabeceó la cabeza a uno.
Ellos tenían a Gastón, capitán de nacimiento y metedor imparable, y a los hermanos Lapunov, de toque loco, viveza malvada y pique rápido.
Pero el debut venía complicado.
Los padres oficiaban de árbitros. Había que tener suerte de que no tocara alguno que tuviera una mínima relación de amistad con el padre de algún pibe del cuadro rival porque se corría el riesgo de que flechara la cancha a cambio de un favor. Arbitraje sobornable a pura tira de asado.
Y si había algún padre calderita, revoleo seguro porque en la cancha no había agentes del orden, perros, gases lacrimógenos ni nada de eso.
Para distender, las chicas organizaron para la noche un baile lluvia en casa de Carlitos a fin de levantar los ánimos ante una posible derrota.
Había que llevar la coca, algo dulce o salado y cassettes con los temas del momento. Baile de ronda unisex con lentos chiquitita-dime-porqué de manos a los hombros, separación mínima de medio metro y celofán sobre lamparita.
El baile lluvia era la mejor oportunidad de arrime romántico con tocadita de mano al descuido incluida.
Y además, estaría Liliana.
Evaluó la situación y le pareció bastante buena: a la tarde exhibición de reflejos sobrehumanos y a la noche, caballero sensible y bailarín módico.
El sábado amaneció radiante y libre de agua. Se suspende por lluvia no jugaba.
A la siesta se juntaron a armar posibles estrategias, sin director técnico y dándole las últimas puntadas a los números en la espalda de las camisetas.
El dream team: él al arco, atrás el Negro Robert de juego tranquilo y Carlitos de tranque parado, al medio Gastón, los Lapunov por las puntas y arriba Fabián, de empuje insólito.
Había que apelar a la tradición y al vamo´ arriba. Después de todo habían tenido el primer estadio, inventado la vuelta olímpica, el gol olímpico, comba embrujada desde el corner y el olímpico que es un sánguche surtido, la gran charrúa, esa que vas perdiendo y terminás perdiendo, la plancha con levantadita de manos y otras de dudoso espíritu deportivo.
Él se puso su buzo manga larga azul de polyfom cosido cosido a pura puntada roja en el pecho y los Botafogo con tapones recambiables que le habían regalado para su cumpleaños.
Llegó la hora. La platea estallaba. Padres, madres, hermanaje, tíos, gente de la vuelta a puro mate y bizcochos surtidos: corazanes dulces y salados, pan con grasa y margaritas.
Agrupaditas estaban las chicas con una bandera a retazo zurcido que decía “Viva El Rayo”, slogan recatado pero con dedicación.
Buscó ansioso con la mirada y vio que entre ellas estaba Liliana con su hermanita menor, la que habitualmente tenía el hobby de morder a otras niñitas en la cara.
Los de “La Mota” estaban en pie de guerra, con cara de malos y escupida a flor de boca. Se saludaron entre todos y saludaron al juez que por suerte le arrastraba el ala a la hermana de Carlitos, así que por ese lado estaban salvados.
No se cantaron himnos aunque “El Rayo” tenía el suyo listo de hace mucho que decía algo así como aguerridos jugadores punta y hacha, paladines de la moña infernal pero que aún no se animaban a ventilar por miedo a resultar incomprendidos.
Moneda para arriba, voltereta y a la palma. Saque de “El Rayo”. Pitazo de plástico y arrancó. Cancha de tierra, apenas se divisaba a la indiada en malón disputando la pelota.
O ellos tenían jugadores de más o los estaban peloteando lindo. Por suerte no llegaban con profundidad así que él, se agazapaba un poco y miraba atento para donde se suponía estaba la acción con un ojo clavado en ella que dos por tres saltaba y chiflaba estirándose el labio inferior con los dedos.
Desde la platea alguna madre alentaba a su hijo en un chillido bobo pero con respeto “Vamos que usted puede”, que se repetía en delay.
Sin previo aviso comenzó el bombardeo. El Pata cuerpeó a tres y enfiló hacia el arco. Los Lapunov lo corrían de atrás tirándole tarascones pero los dejó lejos enseguida. Y como venía le dio de punta. Él se quedó duro y miró la trayectoria del balón que se reventó en el ángulo y se fue afuera.
Ovación ahogada del elenco rival y mano a la cara de varios del equipo.
La situación lo dejó en un lugar ambiguo. No se sabía si era golero de los que hacen vista, que tienen un radar innato que percibe las dimensiones del arco, la dirección del viento, la marca de la pelota y sus variables de peso y saben cuando hay riesgo y cuando no, o si se había quedado calvado de puro pusilánime.
Ni él lo sabía.
De todos modos le hizo un gestito con la mano como empujando el aire haciendo ver que estaba todo controlado.
Al cuarto bombazo que se quedó inmóvil, Gastón le dijo andá a hacer vista a la concha de tu madre.
La cosa ya se estaba poniendo áspera y él no dejaba de relojear la tribuna y ver si Liliana estaba allí todavía. Después pensaba decirle que esa era su técnica y que su aplomo en el arco era fruto de la experiencia.
El Pata estaba endemoniado pero por suerte Fabián siempre se la punteaba justo o le hacía su clásica te la tiro por un lado y corro por el otro. En una, ya harto, lo revoleó con disimulo. El árbitro se le vino al humo con pasitos cortos y pecho al frente, por más que El Pata le sacaba dos cabezas.
Mano al bolsillo de arriba de la remera y sacó la tarjeta roja.
Se notó que la cosa con la hermana de Carlitos era seria y para formalizar.
Ahí se armó el despelote y todo el equipo de “La Mota” se puso como loco.
El Pata decía que no tenía ni amarilla y que no se iba nada y que acá está todo arreglado porque te querés levantar a la hermana de ese nabo mientras babeaba como toro enfurecido.
Rodríguez tuvo que interceder y calmarlo para que pudiera seguir el partido.
El Pata salió al fin mientras bocinaba desde afuera que los iba a matar a todos.
El primer tiempo terminó cero a cero y el balance era positivo. Un jugador de más y con la bestia en el banco.
Se juntaron a la sombra con un poco de agua, felicitaron a Carlitos por el cuñado y plantearon una nueva estrategia ya que la anterior fue puesta a prueba sin éxito.
Las chicas se acercaron pero las echaron cortésmente para no perder la concentración.
Él a la pasada le dijo a Liliana que a la noche llevaba el de Abba en español que había grabado y ella le dijo bárbaro.
Segundo tiempo y los de “La Mota” estaban que bramaban.
A los dieciocho minutos le patearon desde adentro del área y por más que se tiró y cerró los ojos en el esfuerzo, no llegó ni a palos.
Como no había red tuvo que ir a buscar la pelota como a una cuadra.
Equipo cabeza abajo, escupida de rabia y pateadita de tierra.
Ya estaban cansados. El Pollo no paraba de putear y subía y bajaba todo el tiempo mientras los Lapunov se peleaban entre ellos, se la comían y la perdían sistemáticamente.
Los rivales estaban mejor entrenados porque se la pasaban disparando de las salvajadas que cometían.
A los veinticuatro, en una jugada confusa él quedó al borde de su área con la pelota apretada bajo el pie izquierdo. Dos de sus rivales estaban desparramados detrás de él, por alguna patada invisible en los garrones del Negro Robert. A otro la casualidad le desató los cordones. Los demás apretaban y marcaban el pase. Fabián la pedía arriba, con la mano extendida mientras le agarraban la camiseta. Él miró para todos lados y no sabía a quién dársela. Entonces miró para la platea y la vio a ella. Sabía que su performance no había sido óptima y quedaban escasos minutos de juego.
Vio como un caminito de perdiz, agarró y enfiló para el arco rival. Las marcas apretadísimas y siguió avanzando. Después le explicaría a ella que aplicó la técnica del golero de peligro, aprendida durante horas de entrenamiento en el campito.
Cuando quiso acordar estaba llegando al área y vio como El Torito se le venía al humo entre la tierra. De golpe y sin aviso, llegó el tranque criminal y voló expreso.
Cuando se disipó la polvareda, El Torito estaba tirado y él también pero más cerca del arco. Monitoreó con la cabeza en infinitas coordenadas y se encontró con la pelota picando a su lado.
Todo le daba vueltas y escuchaba como en sueños a la platea que rugía. Entonces percibió límpido el chiflido de ella, aunque tal vez fuera el oído zumbando por la caricia con la tierra. Se levantó trastabillando mientras El Torito lo barría de nuevo y antes del último puñado de tierra en el ojo vio como el balón ingresaba, despacito, al arco donde no lo esperaba ninguna red.
Gritó el gol hasta que le dolió la garganta y se dio el gusto del pataleo con el puño al aire, mientras todos lo abrazaban y le decían bien ahí, pescado.
Igual perdieron.
Pero él se sentía como envuelto en un aura de campeón.
A la noche era el baile. Todos estaban con su mejor ropa. Él llegó un poco más tarde que el resto como para sentirse homenajeado.
La primera parte del plan había salido bastante bien y ahora era el momento donde había de cosechar los frutos de su desempeño deportivo.
Entró con la coca fría en la mano y el pelo mojado pegado a la frente.
Fue saludando como al descuido sin levantar mucho la cabeza para que cuando viera a Liliana todo fuera muy casual.
Y la vio.
Liliana apretaba con Gastón, apoyadita en la pared y con una solerita amarilla preciosa.
Hizo como que no los vio y le preguntó a Fabián cómo estaba del tobillo.
Qué golerito.
El campeonato lo perdieron. Ganaron “Los Mojarra Seca” que tenían dos que jugaban en las inferiores de un cuadro chico de Nueva París.
Fue un torneo memorable, sobretodo porque Rodríguez se fue con toda la plata del club del barrio, del campeonato y con la copa.
Jorge Monteagudo, diciembre 2007
Cuento publicado en La Voz del Interior – Copa América de escritores – julio 2011